La primera vuelta «a casa» y la culpa del emigrante

Habían pasado 18 meses desde que me subí al avión con destino al viejo continente sin saber qué me depararía. Quería irme a probar, a perseguir una vida de la que no tenía idea. Elegí Berlín casi como por casualidad, pero en menos tiempo del pensado se convirtió en mi hogar. Fue más bien una corazonada, pero también un salto al vacío que salió bien – toca madera. Los meses pasaron como minutos pero se sintieron como años. Bromeaba con que «llevo 10 meses en Berlín pero siento que envejecí 10 años«, porque el desgaste mental que implica migrar (y la consecuente culpa del emigrante de la que solemos hablar en Instagram) es algo para lo que ningún blog puede prepararte. Pero en esa broma se escondía un poco de todo: un tanto de culpa por haber dejado una linda vida atrás, y otro tanto de orgullo por estar construyendo una lejos de todo lo que conocía. Y así, en lo que para mí fue un abrir y cerrar de ojos pero para mi madre fue una eternidad, pasaron 18 meses hasta que volví «a casa»… así, entre comillas.

Madrugar, tomar un tren a Frankfurt, pasar un día en la ciudad y esperar a la noche para tomar el vuelo a Buenos Aires. Unas casi 14 horas de vuelo después, aterrizar en Ezeiza, tomar un taxi, recorrer la autopista 25 de mayo y el acceso sudeste hasta Wilde, donde crecí, viví 26 años, de donde siempre quise irme pero, paradójicamente, un lugar al que quiero. En 18 meses no había cambiado nada más que el valor del peso. Todo lucía igual, pero se sentía distinto.

Esta reflexión no se trata de los choques culturales inversos que experimenté, porque más o menos me los esperaba: no tenía idea de cuánto saldría ir a hacer la compra al chino, me generaba ansiedad no contar con pantalla en la estación para saber en cuánto vendría el tren, me resultaba tarde cenar a las 21:00, todo me parecía absurdamente caótico, etc. Lo que me pasó en mi primera vuelta a Argentina fue emocional y, en cierta medida, fue como volver a vivir el «luto» del emigrante.

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Wilde, Buenos Aires

Todo cambia

Dicen que «no hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado para darse cuenta cuánto ha cambiado uno«, y la verdad que es cierto. Ahora miraba todo con ojos de visitante, no como quien no veía la hora de irse. Me reencontré con viejas costumbres, algunas lindas (como comprar pasta fresca un domingo) y otras feas (como ir a hacer las compras sin el celular, por las dudas). Me sentí feliz, afortunado de poder regresar como visita, y en cada abrazo del reencuentro con familiares y amigos se disparaban todas las emociones. Pero los sentimientos eran tan alegres como angustiantes.

¿La razón? Que aunque todo siguiera igual por fuera, las personas -como yo- también habían cambiado. La vida siguió para todos, y las cosas cambiaron. Aunque bien conectados gracias al internet, yo ya no participaba de los cambios en la vida de mi familia y amigos, como ellos no participaban en los míos. Y no hablo solo de cambios radicales (como relaciones que se forman o se rompen, cambios laborales y demás), sino de los detalles: desde mudanzas hasta cambios en el lenguaje y las costumbres.

Fue muy raro sentirme fuera de lugar en la casa donde crecí, en los lugares que frecuentaba, en las mateadas con amigos. Me sentí ajeno, pese a haberme mantenido en contacto con la mayoría de personas con quienes me reencontraba. Porque internet no reemplaza la distancia al 100%; eso es imposible y, aunque en el fondo lo sabés, no es hasta que regresás por primera vez que realmente lo entendés. Había imaginado que los reencuentros serían de cierta forma, pero la mejor manera de definirlos sería «agridulce».

Sentí que ya no pertenecía al lugar que me vio crecer. Si bien «soy de ahí», ya no lo soy. Y, aunque estaba extasiado de cariño y amor de la gente que dejé en Argentina, necesitaba constantemente decirle a mi cerebro que sentirse un extraño en este contexto es parte del proceso migratorio. Ese sentimiento agridulce es quizá, en pocas palabras, el precio a pagar por emigrar. Quizá el «luto» de dejar atrás tu vida por irte a buscar una nueva no es algo que solo hagas antes de emigrar, mas cada vez que vuelvas a casa.

La culpa del emigrante

Pero así, entre sentimientos agridulces, la felicidad de los reencuentros, la emoción de volver a reencontrarme con el viejo yo, y el abrazo al alma que representa volver a hacer las cosas que nos hacían felices, hubo una barrera a partir de mi tercera y última semana de visita: fue cuando empecé a extrañar Berlín. Y ahí empezó otro conflicto interno: ¿cómo? ¡con lo que cuesta venir de visita a Argentina! ¡con el tiempo que pasé lejos! ¿cómo que ya quiero volverme?

Recuerdo estar desayunando con mi familia y que me preguntaran si ya quería regresarme a Alemania.

Les dije que sí, con culpa.

«Se te nota«, respondió alguien.

Pero no tenía que ver con que no estuviera disfrutando mi estadía en Argentina, ni mucho menos de la compañía de mis seres queridos, más allá de que no fueron precisamente vacaciones por varias cuestiones personales. Tenía que ver con que, ahora, mi vida, mi lugar, es otro. Donde armé (y sigo armando) una vida. Extrañaba mi cama, mi barrio, y a mis amigos. Y me sentía culpable al respecto… La bendita culpa del migrante, que parece no abandonarte nunca.

Hay un sentimiento implícito en las conversaciones sobre extrañar que se dieron durante los reencuentros que puede resumirse en «vos te fuiste«. Y no es que te lo diga alguien, mas bien me lo decía yo a mí mismo. Cada vez que me sentía ajeno: «bueno Gonzalo, vos elegiste esto«. Como dije, es el precio a pagar. Y ni hablar del darse cuenta de cómo tu partida afectó a quienes amabas.

La culpa del emigrante es un sentimiento del que hablamos a menudo con mis amigos inmigrantes en Berlín. El hecho de ya no estar y no pertenecer al mundo que dejamos atrás nos hace sentir, muchas veces, que «traicionamos» a la gente que amamos. Uno aprende a pilotear ese sentimiento estando lejos, de la manera que sea, pero a la tercera semana en Argentina, extrañando mi vida en Alemania, experimenté la culpa del emigrante como nunca antes.

Tuve que aceptar que la culpa siempre estará ahí, a veces escondida y otras en primer plano y opacando cualquier otra cosa. Pero así como la culpa es consecuencia de nuestras elecciones al emigrar, también podemos elegir cuál culpa sentir: ¿la culpa con uno mismo por quedarse para complacer a los demás e ir en contra de lo que siempre soñamos o la culpa con los demás por irse a buscar la felicidad y complacerse a sí mismo?

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Reencuentro con amigos ♥

La barrera de las dos semanas

Fue todo a partir de la tercera semana, porque para entonces ya me estaba poniendo cómodo. Merendaba con mis viejos, me juntaba con mis mejores amigos, charlaba con mi abuelo, mi primo hacía asado, me daba los gustos que no podía darme cuando vivía ahí (lo cual también venía con su buena dosis de culpa del emigrante -especialmente viendo la situación en que está el país- pero eso es otra historia). Recuerdo caminar por la Avenida Caseros con uno de mis mejores amigos y decirle «siento que me tengo que volver a Berlín ya porque, si me quedo más, me va a costar más irme«.

Me había reencontrado con la vida que disfrutaba, con todo lo lindo, y volvía a sentirme parte, de a ratos, del mundo que había dejado atrás. Empezaba a entender cómo habían cambiado las personas, y cómo había cambiado yo, y nos reencontrábamos en ese cambio. Básicamente, me di cuenta de que sí extrañaba cosas, aunque mi cerebro berlinizado se hubiera reprogramado para no extrañar -como si de supervivencia se tratara-.

Estuve en Argentina un total de 24 días, los últimos 10 en constante lucha interna entre el «me quiero ir» y «me quiero quedar«, la culpa, la ansiedad, la felicidad, una verdadera montaña rusa emocional. Es una dicotomía. Quería aprovechar al máximo mi tiempo en Argentina pero, por hacerlo, estuve rodeado de gente constantemente. Eso me agobió tanto como me hizo feliz y me hizo conocerme mejor. Fue agotador sentirse una visita 24/7, eventualmente empiezan los choques por la convivencia, y es algo que fácilmente se evitaría teniendo un espacio propio donde, al menos, ir a dormir. Lo tomé como una lección aprendida para mi próximo regreso.

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Buenos Aires

La vuelta al segundo hogar

Tras 24 días que por momentos se hicieron eternos y eventualmente resultaron pasar en un abrir y cerrar de ojos, me encontraba en el auto de mis viejos camino al aeropuerto de Ezeiza. Hablando poco y disimulando que lloraba. Lo mismo que hacía mi mamá, sin éxito, en el asiento del acompañante. Lo que hace duro el momento es el no saber cuándo será el próximo abrazo. Ya habíamos pasado por ese escenario 18 meses atrás y ahí estábamos otra vez. La despedida, aunque no la tranquilidad que ahora sentían mis viejos al verme bien, no fue menos dura.

En el vuelo a Alemania logré vaciar mi cabeza y reflexionar sobre los últimos días. Fue el primer momento del viaje en que pude relajarme, porque me regresaba a Berlín más cansado de lo que me había ido. Ahí escribí un borrador, que hoy publico en forma de este post, donde me di cuenta que mi conflicto interno con mi decisión de emigrar tiene que ver con que, básicamente, no se puede tener todo en la vida. Me encantaría tener a mis seres queridos a 2 o 3 horas de vuelo por 100 y no a 14 horas por, con suerte, 1000. Me encantaría que nos encontráramos más seguido y seguir siendo parte de sus vidas, como también que fueran parte de la mía en Europa. Pero la distancia, geográfica y emocional, es el precio a pagar por perseguir los sueños.

La culpa del emigrante hay que aprender a manejarla. No hay un manual para ello. Cuando pensás que ya la tenés dominada, volvés a «casa» y te das cuenta que no, pero hay que hacer ese ejercicio: ver las cosas desde otra perspectiva. Una de mis frases favoritas es que «no hay perspectiva sin distancia«, y eso aplica muy bien a esta reflexión. El hecho de extrañar mi vida en Berlín no significaba que no quisiera estar con mi gente querida en Argentina. Tan solo significaba que tengo una linda vida a la cual volver, el corazón en dos lugares, lo cual no es poca cosa. Y como no se puede tener todo en la vida, la pasaré extrañando dos sitios donde fui y soy feliz. Dos sitios que puedo llamar hogar, gracias a la gente que ahí me espera. Esa es, quizá, la mayor dicha de emigrar. Hoy me encanta vivir en Berlín, y también me encanta la cuenta regresiva hasta que vuelva a visitar Argentina.

En alemán tienen una palabra que no tiene traducción literal al español: Heimweh. Significa algo así como «extrañar el hogar». Y será difícil, pero sentir Heimweh por dos lugares tan distintos como son Argentina y Berlín, creo yo, me hace un afortunado.

3 comentarios en “La primera vuelta «a casa» y la culpa del emigrante”

  1. Me ha encantado este relato y te deseo mucha felicidad. Mi hija fue a vivirse a Francia hace unos meses y espero que vuelva de visita con un pensamiento similar. Duele, como madre, verla partir pero hace bien leer las experiencias de personas como tu. Espero que escribas mas notas asi Gonzalo

  2. Hola Gonza. Te habia leido en instagram hace meses cuando visitaste Argentina pero esperaba ansioso este blog. Me insipiras a inmigrar pronto!!! Espero que andes bien
    Un abrazo

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