¿Qué hago en Berlín?

«No puedo creer que viva en Berlín«. Así me siento, a diario, desde hace un poco menos de cuatro meses. Dejé Argentina en julio, pero aún así hay días que siento como si llevase acá apenas una semana. Claro que también siento que envejecí, al menos, tres años. Porque si bien almorzar con mi mamá, silenciar mi micrófono en una reunión de trabajo cuando pasaba el huevero por mi ventana, jugar con mis perros, y juntarme con mis amigos son recuerdos aún cercanos, los trámites, el correo, el trabajo nuevo, el idioma que apenas entiendo y -más recientemente- la búsqueda de departamento tienen mi plano temporal distorsionado.

En enero pasado empecé a estudiar alemán, por gusto. Por esas casualidades de la vida -aunque es más poético llamarlo Destino, con mayúscula- la profesora resultó ser egresada de una carrera muy cercana a la que yo estudié, y había vivido mucho tiempo en Colonia. Me planteó si nunca había pensado en emigrar a Alemania, y la verdad es que nunca lo había hecho, pese a que mi decisión de emigrar estaba tomada desde hacía muchos años. Desde chico mi meta era Canadá, y más después de aquel viaje a Canadá en invierno. Tras mucha investigación, Alemania cobró mucho sentido y rápidamente me amigué con la idea de mudarme a este país y continente en los que nunca había estado. Investigué el mercado laboral en distintas ciudades, comparé costos de vida, y limité mis opciones a un par de ciudades. Ganó la capital por ser la que mejor opción parecía para quien emigraba con un humilde nivel A2 de alemán. Para abril ya tenía pasaje y cruzaba los dedos para que la pandemia no frustrara mis planes.

El Destino quiso que así fuera, y a pocos días de terminar julio me encontraba con mi valija y mochila camino al aeropuerto. Mi celular indicaba -2°C de térmica aquella madrugada en Ezeiza, pero el abrazo a mi familia me dio el calorcito que necesitaba para esperar a que me dejaran ingresar a la terminal junto a los demás pasajeros. La mitad de mi corazón se subió con mamá, papá, y Rodri de vuelta al auto. La otra se vino conmigo, hizo check-in, control migratorio, se sentó junto a la ventana de un Boeing 787, y latió fuerte hasta el despegue. Conforme el avión viraba hacia el noreste, y entre lágrimas, vi por última vez el lugar donde había pasado 26 años de mi vida: distinguí el Acceso Sudeste, las vías del tren, el Triángulo de Bernal, el campus de mi universidad, la autopista Buenos Aires-La Plata, y el colegio donde fui a la secundaria. Y luego el inmenso Río de la Plata, que poéticamente representaba ahora la frontera del exilio; la costa uruguaya no tardó en aparecer y señalarme que Argentina ya había quedado atrás… al menos físicamente.

Conexión en Madrid, segundo vuelo seguido de otra conexión -ahora en Ámsterdam, donde la pista de rodaje pasa por arriba de una autopista y me hizo sentir en otro planeta-, y finalmente un corto vuelo de una hora a la capital alemana a bordo de un Embraer del tamaño de un colectivo, pero con alas. Al descender por debajo de las nubes aparecieron las casitas, ríos y lagos de lo que ahora sé es la zona de Erkner; veía Alemania por primera vez. El avión tocó tierra y el comandante nos dio la bienvenida a Alemania. El primer pensamiento de «¿Qué hago acá?» se hizo presente en mi cabeza y resonó con eco hasta llegar al AirBNB desde donde estoy escribiendo. Puse a prueba mi humilde alemán con la dueña de casa y aprobé.

Terminado mi confinamiento, y habiendo confirmado no haberme enfermado durante las casi 30 horas de viaje a mi nueva vida, salí al calor berlinés. La humedad era alta pero nada comparable con el verano porteño. Punto a favor de Berlín. La tipografía de los carteles que indican los nombres de las calles, la gente yendo y viniendo en scooters, el Sol (sí, ¡había!), y muuuuuuucho verde. Todo era fascinante. En cuestión de minutos llegué al río Spree, al que le tomaría cariño en poco tiempo. El famoso Oberbaumbrücke, el puente que hasta el día anterior sólo veía a través de una pantalla, estaba ahora frente a mí. Metros más allá, la East Side Gallery, la parte más famosa y turística del infame Muro de Berlín me entretuvo un buen rato con sus murales. Selfie enviada a mi abuelo con un breve texto orgullosamente declinado en dativo: Ich bin an der Mauer! Y empezó la turisteada.

Durante los días siguientes recorrí casi todo lo que cualquier turista vería en Berlín, y también un poco más. Consciente de que estaba en la fase «luna de miel» encantado con la ciudad, sus parques, su diversidad, y su historia. Claro que esta última, generalmente, me sigue dejando al borde del llanto. En poco tiempo, Berlín se me mostró como una ciudad que no es para cualquiera, pero donde cualquiera puede encontrar su lugar. Aunque aún no he encontrado el mío, la ciudad no me apura, y hasta me acompaña para tomarme el tiempo que sea necesario. «Quiere a Berlín y ella te querrá a tí» me dijo Valen, de Un poco de Sur. Y al día de hoy doy fe de que es cierto.

¿Por qué? Porque Berlín rompe con todos los prejuicios que uno tiene de Alemania. De hecho, tanto berlineses como no berlineses afirman, orgullosamente, que «Berlín no es Alemania«. Berlín es ordenada pero descontracturada, algo sucia para los estándares alemanes, muy liberal si se la compara -por ejemplo- con Sajonia o Baviera, y ni siquiera hace falta dominar el idioma para hacer una vida acá -aunque claro que te va a ahorrar miles de dolores de cabeza-. Si bien Alemania es el segundo país del mundo que más inmigrantes recibe -después de EEUU-, Berlín es el Estado Federado que más lo hace. Al menos a 2019, un 35% de la población de Berlín nació fuera de Alemania; y otro gran porcentaje lo constituyen los alemanes hijos de inmigrantes, quienes mantienen la cultura y costumbres de los países de sus progenitores. La diversidad cultural es palpable al punto de que la comida más famosa de Berlín no es ni el Goulasch mit Spätzle ni la Currywurst -por más fuerte que pise esta última en cada parque berlinés-, mas el Döner, de claro origen turco. Eso sí, la cerveza sigue siendo religión.

trabajar en berlin alemania
La selfie del día que conseguí trabajo 🙂

Por todo esto es que no me sentí tan pez fuera del agua durante este tiempo, porque enseguida se nota que en Berlín poca gente es «de acá». En cuanto a los alemanes, al menos en Berlín, puedo decir que sí, son puntuales, tienen mañanas culturales que los vuelven muy reservados y -generalmente- callados… pero, hasta ahora, ninguno de los alemanes con quienes trato a diario fue otra cosa que gentil, simpático, respetuoso, y relajado. La única excepción ocurre en el supermercado, pero eso merece un post aparte 😉

Más allá de todo lo bueno de la ciudad y las buenas primeras impresiones, una parte mía seguía ansiosa. «¿Qué hago acá? ¿Y si no consigo trabajo? ¿Y cuando se acabe la «luna de miel?«. Bueno, trabajo conseguí en septiembre, y por ahora estoy muy contento con eso. La luna de miel siento que, al tener una rutina y vivir constantes día a días en la ciudad, ya se está terminando, porque no me siento un turista más -aunque tampoco un local, y seguramente nunca sea así-. Defectos ya puedo encontrarle varios: el agua tiene mucho sarro, hay un serio problema de drogas, el clima no es precisamente el mejor, arquitectónicamente no es lo que más me guste, y ni hablemos de la crisis habitacional.

Pero toda gran ciudad tiene sus problemas; es lo que las ciudades son a pesar de ellos lo que cuenta, y en ese sentido creo que Berlín supera las expectativas. Porque la capital alemana está demostrando ser un increíble lugar para vivir: no es una ciudad centralizada -producto de la división-, su sistema de transporte es eficiente -en parte, gracias a la no centralización-, es bastante segura -quizá no para los estándares alemanes pero sí para alguien que viene del conurbano-, hay mucho trabajo en diversas áreas profesionales -se destaca en la escena de las start-ups, ¡registrándose una nueva cada 20 minutos!-, el costo de vida es menor que en otras capitales de Europa Occidental -aunque viene en aumento-, y está en sintonía con el entorno natural que la rodea: bosques y lagos para todos los gustos, nunca están a más de 40 minutos tuyo. Podría enlistar más cosas, pero el denominador común es que todo se traduce en calidad de vida, eso que -en parte- vine a buscar, y lo que mejor responde a la pregunta de que hago en Berlin, aunque muchas veces y felizmente yo tampoco tenga idea.

berlin gedachtniskirche
Gedächtniskirche en el barrio de Charlottenburg es uno de mis monumentos favoritos porque refleja la evolución de la ciudad sin olvidar el pasado.

No hace falta haber visitado Berlín para saber, al menos a grandes rasgos, todo lo que pasó acá el siglo pasado. Pero sí hace falta visitarla para realmente tomar dimensión de ciertas cosas. Ver las imágenes de la devastación en que la ciudad quedó sumida tras la Segunda Guerra Mundial se siente surreal. Pensar en las décadas de división que vio Berlín durante la Guerra Fría -¡y que no terminó hace tanto!- y ver cómo esas cicatrices aún existen te vuela la cabeza. Reflexionar sobre lo que esta ciudad sufrió y cómo esos hechos la condicionaron a ser lo que es hoy es un ejercicio que se pone en práctica, involuntariamente, a diario: ya sea cuando pasas frente a algún monumento o ves la línea de adoquines en la calle, que demarca por donde pasaba el muro. Y aún así, a pesar de todo, Berlín es un lugar alucinante que muestra sus cicatrices con orgullo, y cuya resiliencia la hizo levantarse de nuevo hasta convertirse en una de las ciudades más afluentes de nuestro tiempo.

treptower park berlin en otoño
Otoño en Treptower Park, mi favorito.

En el verano la ciudad te invita a hacer de todo: turistas y locales copan las calles por igual; la vida transcurre afuera entre Biergartens y festivales, y la ciudad realmente no duerme. En el otoño la ciudad se tiñe de amarillo, naranja, ocre, y te deleita con los colores de sus incontables parques y bosques, que los fines de semana se llenan de berlineses. Ahora que estamos entrando en el invierno se siente una baja de energía en la calle; los días son cortos y el clima no ayuda, pero aún así la gente sale a correr, a beber, y a disfrutar de Berlín. Una de las tantas personas que tuve la suerte de conocer acá me dijo que eso también le gusta de Berlín, que «hay un tiempo para todo: para salir y hacer de todo, para tomarse las cosas tranqui, y para descansar en casa«, y estoy empezando a sentirlo. Así como Berlín se siente como muchas ciudades en una porque cada barrio es y se vive distinto, es también diferentes ciudades conforme la Tierra gira alrededor del Sol. Su metamorfosis acompaña la mía, y me gusta el sentido que eso le da al estar acá. Las sensaciones y motivos pueden ser muchos, pero eso es lo que hago en Berlin: cambiar, más que de lugar.

Pero tomen todo esto como las impresiones de alguien que recién llega. Quizá en unos años escriba que me cansé de Berlín. O quizá el Destino me quiera acá por mucho tiempo más y la ciudad siga dándome razones para estar feliz de vivir en ella. Quién sabe… quizá haberme mudado a este país y ciudad desconocida termine siendo una de las mejores decisiones que haya tomado en la vida 🙂

Emigrar a Berlin Alemania

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10 comentarios en “¿Qué hago en Berlín?”

  1. Mariano Esteban Pozzuoli

    Mariano

    Muy buena nota Gonzalo, se me presento una oportunidad para emigrar a Alemania. Y quisiera poder hacerte unas preguntas. No tengo instagram.
    Tendrías un mail.
    Que siga todo siendo una luna de miel y con el entusiasmo que reflejas.

    Muchas gracias

  2. Hola Gon! Un buen resumen de un 2021 muy diferente al de la mayoría de los argentinos. Me alegra muchísimo que estés en ese país y deseo que nunca se acabe la luna de miel. Buen finde!

  3. Hola, estoy por emigrar a Berlín en los próximos meses. Me gustaría hacerte unas preguntas sobre como conseguiste trabajo y recomendaciones al respecto. Me podrías contactar. Gracias!

  4. Me siento muy identificado con tus palabras. Vivo en Hamburg pero pasé por Berlin unos años y me gustó mucho la energia de la ciudad y es como vos decís que hay un lugar para todos, pero que no es para cualquiera. Te deseo lo mejor. Abrazos

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