Lo que el tiempo no se llevó: volver a casa después de 2 años

La primera vez que regresé de visita a Argentina desde que emigré a Alemania fue en 2022. En aquel entonces pasé poco más de tres semanas en el país, entre Buenos Aires y un breve viaje al noroeste. Había regresado a mi país tras 18 meses, que se sintieron como mucho más. Viví el shock cultural inverso, me empaché de medialunas, helado y empanadas, e intenté ver a la mayor cantidad de gente en el acotado tiempo que tenía. Aunque disfruté mi visita enormemente, sentía un enorme agobio y la necesidad de «volver a casa», pese a que estaba en ella… Pero se trataba de volver a mi rutina, a mi trabajo, a mi vida en Berlín. Y me dolió admitir sentirme así. Pueden leer la reflexión completa que escribí en su momento en mi post «La primera vuelta a casa y la culpa del emigrante«.

La segunda vuelta a Argentina fue hace poco, 25 meses después de la primera, 3 años y medio después de haber emigrado. Fue una visita sorpresa de la que solo sabían unas pocas personas. Esta vez el viaje sería diferente: estaría un mes en el país, la mitad del tiempo en Buenos Aires y la otra mitad en la Patagonia, de vacaciones.

Mentalmente ya estaba listo para los reencuentros, y quizá los esperaba con más ansias porque ya había vivido lo que siente volver a abrazar a tu familia después de tanto tiempo. No debe haber droga que te haga sentir así. También estaba listo para el agobio del ruido, del calor, del desorden, de querer ver a todo el mundo y que todo el mundo me quiera ver, de tener que desplazarme de una punta del Conurbano a la otra y la Capital, y demás. Lecciones aprendidas tras mi primera visita. Iba mentalizado de que me volvería a pasar lo mismo que la primera vez. Estaba seguro de que, pasadas las dos semanas, ya querría regresar a Berlín.

Pero esta vez fue diferente.

Cambia, todo cambia.

Muchas cosas cambiaron en esos 25 meses que pasaron entre mi primera y mi segunda visita a Argentina: mis padres ya no viven en la casa donde me crié, amigos y parientes formaron nuevas parejas, otros amigos también emigraron, y algunos hasta tuvieron hijos. Por muy tonto que suene, pese a ser consciente de todos esos cambios, yo mantenía la imagen de lo que solía ser en mi cabeza. Imaginaba el regreso como si Argentina hubiese quedado parada en el tiempo el día que me fui. Hablando con otros inmigrantes me di cuenta de que no estoy loco, y de que esto parece ser algo común. Siempre se habla de lo mucho que cambia uno el emigrar, y es fácil perder el foco de que el mismo tiempo pasó en el país que se dejó atrás.

Los primeros días, conectar con esa nueva realidad fue extraño. Pasadas las emociones de los reecuentros, habiéndome instalado en la nueva casa de mis viejos, y tras haberme recuperado del tedioso viaje de 39 horas que tuve hasta llegar, estaba ansioso por volver a sentirme «en casa».

Claro que esta vez, técnicamente, no estaba «en casa». Mis viejos ya no viven en Wilde, donde viví toda mi vida hasta el día que emigré. Su casa nunca fue mi casa y su barrio nunca fue mi barrio. Ni siquiera podía ir a comprar pan sin tener que mirar antes Google Maps para ubicar la panadería. Pero me sentí en casa de todos modos: sabía exactamente qué comprar, disfrutaba el small talk con la vendedora, en el camino me seguía algún perro callejero mientras se escuchaba el sonido de la chicharra, y lo hacía todo sin pensar… Mis sentidos volvían a verse estimulados por lo familiar, intrínseco de la vida en Buenos Aires y alrededores. Los primeros días todo fue color de rosa, con algún que otro shock cultural inverso (como que no se respete la prioridad de paso del peatón, que te pidan pagar una compra por transferencia y no con tarjeta, o que los restaurantes estén vacíos a las 8 de la noche, por nombrar algunos…).

El tiempo pasó.

Así pasaron los días, entre reencuentros, celebraciones, y buena comida. Compartiendo historias, risas, y metas con amigos, disfrutando almuerzos, meriendas y cenas con mi familia, el tiempo vuela. Después de cada encuentro pensaba en lo loco que me resultaba que, pese a no haber «visto» a tantas personas por más de dos años, los vínculos seguían ahí como si el tiempo casi no hubiese pasado. Los temas de conversación eran otros, claro, y también era distinto el entorno, pero aún así se sentía familiar.

Pero el tiempo pasó. En el año 2023 fallecieron mi abuela y mi bisabuela, de quienes era muy cercano. Me tocó hacer ambos lutos a la distancia. Sí, acompañado de mis seres queridos que -en cierta forma- son mi familia en Berlín, pero lejos de aquellos a los que necesitaba abrazar realmente. Fueron días de reencontrarme con la «culpa del emigrante». De sentir que mis decisiones me habían llevado lejos de la gente con la que necesitaba estar, y que ahora pagaba el verdadero precio de emigrar. Era consciente de que mi familia había pasado su luto y seguido adelante, pero algo en mi interior no lograba pasar página. Para mí, el tiempo se detuvo esos días también.

Pero el tiempo pasó. Este regreso a Argentina me permitió darle cierre a esas pérdidas. Me demostró que, efectivamente, el tiempo pasó y que quienes siguen acá están bien, sanos, y felices. La realidad es que esa fue la mayor diferencia entre mi primera y segunda visita a Argentina. Si bien entre ambas yo maduré y cambié mucho, el hecho de haber vivido esas experiencias «solo» cambió algo en mí: destapó la realización de que todo puede ser distinto para la próxima vez que pueda volver de visita. Ese pensamiento está en el fondo de la cabeza de todo inmigrante desde el día en que se va, pero suena más a una «verdad implícita» que a una realidad – hasta que pasa.

Manejar las frustraciones.

Sí. Hubo frustraciones también, similares a las vividas en mi primera visita de regreso: revivir el estrés causado por la inseguridad, la mediocridad de los servicios públicos, la mala infraestructura, visitar el barrio donde crecí y ver el estado decadente en que sigue todo fueron la parte amarga de volver. Lo esperaba, pero aún así me dolió. Volver a vivir en un constante estado de alerta, en donde se alienta la confrontación, donde se premia a quien incumple las reglas o donde carecen normas básicas de convivencia sigue siendo la parte fea de volver, en mi opinión. Son algunos motivos externos que, sumados a mi deseo por vivir en otro país y viajar, me empujaron un poco a irme. Pero, aún así, esta vez no quería volver a Berlín – al menos no a la tercer semana.

Pese a haber pasado un mes en Argentina, sentía que podría haberme quedado un tiempo más. Es que, como dije, esta vez fue distinto. Más allá de lo relatado hasta ahora, la principal diferencia con la primera vez que uno regresa a su país es que, en contraste con la primera, la segunda vez hasta los shocks culturales se sienten familiares. Ya no te agarra por sorpresa. Ya no te sentís mal por estar incómodo en el barrio donde creciste. Ya no te sentís confundido, fuera de lugar, o desconectado de tus afectos. De alguna manera, aunque las cosas hayan cambiado, tu cerebro ya sabe cómo manejar esos cambios y muchas las sensaciones que producen. Igualmente, te garantizo que el desgaste mental será tan grande como la primera vez.

Reconectar con Argentina: lo que el tiempo no se llevó.

El valor agregado de este viaje a Argentina fue también contar con la compañía de mi pareja. Pude mostrarle un poco de mi país, del lugar donde vengo, de mi cultura. Fue otra cosa que me permitió reconectar con mi tierra de otra manera, como si fuese un turista más pero también con el orgullo y pasión que nos caracteriza a los argentinos, que hace que no aguantemos las ganas de mostrarle lo nuestro a los de afuera… Y sí, como sé que me van a pregunar se los confirmo: le gustó Argentina.

En esta oportunidad disfruté Buenos Aires como un turista más: desde pasear por Caminito y visitar el Teatro Colón, Recoleta, Palermo y hasta el Barrio Chino. ¡Y qué mejor que haberlo hecho con mi familia y amigos en distintas ocasiones! El viaje a la Patagonia también me llenó el alma (y me dio otras frustraciones de las que hablaré en otro post) y me permitió reencontrarme con una versión más joven mía, la que se enamoró de El Chaltén en 2019 y la que visitó Ushuaia por primera vez en 2014. Es cierto eso de que «uno siempre vuelve a los lugares donde amó la vida«, y también es cierto eso de que «hay que regresar a lugares que no han cambiado para ver cuánto ha cambiado uno«.

Durante ese mes reconecté con Argentina a un nivel un poco más serio que la primera vez, con menos énfasis en lo superficial y más énfasis en lo intrínseco, lo que me hizo como persona, lo que me llevé conmigo a conocer el mundo y lo que tomé del mundo para seguir creciendo. Me sentí orgulloso de todo eso. Durante ese mes estuve lejos de pensar en esa «culpa del emigrante» de la que tanto hablé mis primeros años de emigrado y tras mi primer regreso al país.

La despedida.

Finalmente pasó un mes y me encontré nuevamente en el aeropuerto de Ezeiza, exprimiendo el tiempo al máximo para disfrutar los últimos minutos con mis viejos. Y acá es cuando toda esta reflexión pareciera quedar obsoleta. ¿Pensaba que esta vez había sido más fácil? La despedida demostró lo contrario.

El día que emigré lo hice con tanta determinación como miedo, pero subcoscientemente sabiendo que, en el peor de los casos, podía volver. La despedida fue dura, pero esa tristeza fue opacada por el miedo, la incertidumbre, y el estrés de tener que alocar toda mi energía a construir una vida en un lugar desconocido. El día que volví a Berlín después de mi primer regreso a Argentina la despedida también fue dura, pero paliada por la sensación agradable de dejar el agobio atrás y retornar a mi nueva normalidad. Esta vez no logré contener las emociones cuando los sentimientos de culpa, incertidumbre, ansiedad y miedo me cayeron encima como un balde de agua helada, subiendo por la escalera mecánica y viendo cómo dejaba atrás a mis viejos una vez más.

Mi nueva realidad es aceptar que cada despedida pesará más que la anterior, porque con cada regreso entiendo mejor lo que dejo atrás. Y aunque el tiempo haya pasado, aunque mi vida hoy esté en Berlín, Argentina seguirá siendo mi hogar de una manera que no cambia ni con la distancia ni con los años – al menos mientras haya gente que me quiere allá.

Pero la diferencia entre esta vez y la primera es que ahora sé que la nostalgia no es solo un ancla, también es un puente que me conecta con mis raíces sin tener que quedarme atrapado en ellas. Porque emigrar no es abandonar, es sumar. Es llevar tu identidad contigo a donde vayas y aprender a hacer espacio para lo nuevo sin soltar lo que te hizo quien sos.

Las despedidas seguirán siendo duras. Siempre habrá cosas que me pierda, momentos que no pueda compartir en persona, abrazos que lleguen tarde. Pero también habrá reencuentros, nuevas formas de estar presente y, sobre todo, la certeza de que, sin importar cuánto cambie yo o cuánto cambie Argentina, siempre habrá un lugar al que regresar.

Hasta la próxima ❤

lo que el tiempo no se llevó

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