El 20 y 21 de julio de aquel año fueron los días más fríos de aquel año en Buenos Aires. Ambos los pasé a la intemperie. En ambos viví experiencias geniales: el 20 de julio Paramore, mi banda preferida, tocó en Buenos Aires; y el 21 fui a acampar por primera vez. Spoiler alert: me terminaría enfermando como nunca 😉
Junto a 3 amigos (Dara, Ian, y Franco) habíamos decidido acampar en Capilla del Señor, casi 100 km al noroeste de la ciudad de Buenos Aires. La idea estaba planteada desde hacía un par de semanas. El clima estaba feo, por momentos se despejaba un poquito, después llovía un poco, nubes, frío. ¿Yo? emocionado porque sería mi primera vez acampando.
El comienzo…
La odisea comenzó en la estación de Retiro. Tomamos el tren hasta Victoria (en algún lugar entre San Isidro y San Fernando) y ahí debíamos esperar, supuestamente, una hora hasta que llegara el tren que une esa ciudad con Capilla del Señor… Esa hora resultó no existir. El horario de aquel tren estaba desactualizado (según dijo un guardia) y el verdadero tren salía recién a la 1 de la tarde. Teníamos una espera de casi 3 horas. Así que fuimos a comer a una estación de servicio (porque encima era domingo y estaba todo cerrado)…
De vuelta a la estación, y con reportes de una posible caída de aguanieve, esperamos en un andén de aspecto desconfiable a que llegara el tren (que resultó hacer juego con el andén). Se trataba del tren más triste que hubiera visto en mi vida.
La máquina llegó a horario con un fuerte traqueteo. El tren constaba de nada más que 3 vagones pequeños de trocha mediana. No sé si era diésel o qué pero estaba destruido, las ventanas rotas (al día siguiente descubriríamos por qué) y tapadas con rejas, sucio por dentro, y se tambaleaba más de lo que se esperaría. A todo esto, la boletería también estaba cerrada por ser domingo así que no hubo que pagar el pasaje (por ende, no debería quejarme).
Mientras viajábamos a la velocidad del paisaje (que no era el paisaje más lindo por toda la miseria que se ve desde el tren), comenzó a llover (ligero, pero lluvia al fin) y empecé a ponerle onda al viaje con esto de «a mal tiempo buena cara»… Después de una hora a bordo, empezamos a atravesar campos y vimos cómo intentaba asomar el sol.
El tren se detuvo en la estación Matheu, donde nos hicieron bajar, cruzar las vias, y subirnos a otro tren (idéntico al que veníamos). Fuimos los únicos pasajeros durante casi todo el viaje. Finalmente, a las 3 de la tarde llegamos a Capilla del Señor, con un poco de nubes y otro poco de sol.
Casi 6 horas después, llegamos a Capilla del Señor…
La estación era un edificio de ladrillos muy viejo en mal estado y estaba desierta. Capilla del Señor es un lugar típico del interior de la provincia de Buenos Aires. Pedimos indicaciones para llegar al camping y nos dijeron que camináramos derecho hasta «el semáforo» (si, el único) y cruzáramos el arroyo. Obedecimos y al rato llegamos a destino.
Nos encontramos con los dueños del camping. Primero, un viejito que no se le entendía nada cuando hablaba y, luego, un señor más joven que nos hizo pasar a una cabaña que usan de oficina. En ese mismo momento se largó a llover con fuerza. Por suerte, duró pocos minutos y salimos a armar la carpa. Éramos los únicos en el camping, además de un motorhome que seguramente estaba abandonado porque en ningún momento vi a nadie entrar ni salir de el. El predio era grande, lleno de árboles, junto a un arroyo con un puente y con faroles y baños… Realmente era un lindo lugar.
Aprendí cómo armar una carpa. No me dejaron ayudar mucho debido a mi torpeza y que había que hacerlo rápido antes de que volviera a llover. Dara y Franco (los campistas experimentados) se quedaron armando todo mientras Ian y yo nos dirigimos al pueblo a comprar fideos y cosas así para la noche. Minutos más tarde, estábamos los cuatro tirados adentro de la carpa cual lobos marinos en la escollera de Mar del Plata.
¡Splash!. Se sintió contra la carpa.
Miramos hacia arriba; había una mancha medio verdosa sobre el techo.
Y luego de nuevo: ¡Splash! ¡Splash! ¡Splash!
Esta vez al sonido le siguieron las palabras «¡Pájaros de mierd*!» de Franco, dueño de la carpa. Seguramente los pájaros consideraron que ni el excesivamente largo viaje para recorrer apenas 100 kilómetros ni el clima bipolar habían sido suficiente y, por eso, debían darnos la bienvenida defecando sobre nosotros… Parte de lo de «estar en contacto con la naturaleza», supongo.
Y se hizo la noche…
Apenas cayó la noche, abrigados, nos decidimos a cocinar los fideos con caldo con el anafe. Resultó que el anafe perdía gas y no prendía. Entonces, Dara y yo atravesamos el oscuro camping (no tenía ni una luz funcionando) hasta la cabaña de los dueños para pedirles algo de cinta.
«Toc toc«
Abre la puerta el viejo y dice algo que, intuyo, fue «¿qué necesitan?» aunque, sinceramente, no le entendí nada. Le explicamos lo que necesitábamos. Él tampoco pareció entender pero al rato apareció su compañero y pudimos comunicarnos. Me entrega la cinta y yo le digo que enseguida se la devuelvo.
– No importa, quédensela. Nosotros ya nos vamos – dijo el.
– ¿Ah, no se quedan acá? – pregunto yo, medio desconcertado.
– No, nos vamos, les dejo mi número de celular por si pasa algo – nos dijo, y me pasa su número de celular – Nosotros ahora cerramos la tranquera porque hace dos semanas nos entraron a robar, pero si quieren salir la pueden abrir – agregó el señor.
– ¿Cómo que les entraron a robar? – pregunté mientras pensaba qué tipo de seguridad te da una tranquera de mierd* que puede abrir hasta un perro.
– Si, se llevaron los cables de luz – dijo el señor, (ahí entendí por qué todo el camping estaba a oscuras). También nos dijo que habían tenido que despedir al sereno…
– Ah, bueno, gracias por la cinta – dije, y volvimos a donde estaba la carpa. Interiormente, me reía de lo que hubiese pensado mi vieja si en ese momento hubiese sabido que estábamos en un camping, en la periferia de un pueblo, a oscuras, donde hacía dos semanas habían entrado a robar. Por fuera, intentaba hacer como que todo estaba bien, aunque no era la forma en que esperaba que se desarrollara mi primer campamento.
Fue por unanimidad que, después de esa información y con tormenta anunciada para el día siguiente, decidimos quedarnos solo por esa noche.
En fin, comimos (los fideos con caldo nunca supieron tan deliciosos) y nos metimos en la carpa pensando en que nada malo iba a pasar, por más que el escenario se prestaba para una re película de terror. Pudimos dormir, pese a que la noche puede resumirse en los siguientes tres ítems:
- Estuvimos atentos a cualquier ruido raro (y todo ruido sonaba raro).
- Ian pegaba patadas estando dormido, y todas iban a parar al cuerpo de Dara.
- Dara se moría de frío en su bolsa de dormir, pese a tener una manta encima, y se dedicaba a robarse las nuestras cada vez que Ian la molestaba con un golpe.
A la mañana siguiente…
Al despertarnos vimos al viejo pasearse como si nada con una carretilla por entre los árboles. Él hubiera sido perfecto para el papel del asesino en la película. Tomamos té para calentarnos y comimos unas galletitas que, por poco, estaban congeladas. Dara tenía un ojo completamente irritado, muy posiblemente por las patadas de Ian.
Pasado el mediodía, levantamos campamento rápidamente para que los pájaros no siguieran bombardeando la carpa y fuimos a la plaza del pueblo antes de dirigirnos a la estación. Es la típica plaza de barrio con la catedral y la municipalidad enfrente. Comimos algo en un local de comidas frente a la plaza y de ahí nos fuimos a tomar el tren.
El regreso…
El viaje de regreso de Capilla del Señor a Wilde fue todavía más largo que el de ida. No hubo cambio de tren en Matheu, pero en algún lugar entre este pueblo y Victoria un grupo de inadaptados comenzó a tirarle piedras al tren, una incluso dio contra una de las ventanas del vagón… Más tarde, el tren se detuvo en medio del camino no sabemos por qué. Llegamos a Buenos Aires casi 3 horas después. Al salir de la estación de Retiro la cosa se volvió eterna. El viaje en colectivo, que normalmente no lleva más de 50 minutos hasta Wilde, demoró más del doble. ¿La razón? Choques, protestas y el tráfico de la hora pico… una típica experiencia porteña.
Llegamos de noche y muy cansados pero, por más desastrosa que haya sido la experiencia, la pasamos bien y nos llenamos de anécdotas. Al día siguiente limpiamos la carpa que los pájaros habían decorado tan cruelmente…
Como me dijeron mis amigos: si esta fue mi primera experiencia acampando, las próximas sin duda iban a ser mejores. ¡Y lo fueron! Años más tarde nos reencontramos con el camping, esta vez en el Parque Nacional Talampaya, y fue una de las mejores experiencias viajeras 😉
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