«Cuidado con ir a París con altas expectativas o no te va a gustar» había escuchado varias veces. Era una frase común que se colaba en las conversaciones con a quienquiera le estuviera contando mis planes de viajar a París por primera vez. Yo entendía el punto: las altas expectativas pueden jugar en contra en muchos ámbitos de la vida. Pero ¿cómo no tenerlas? ¿Cómo no iba a estar alta la vara? ¡Es París! La ciudad de las luces, el amor, y tantos otros títulos que no hacen más que, justamente, crear expectativa. Pasa algo como con Nueva York: recibimos imágenes y conceptos culturales de esta ciudad desde que tenemos acceso al cine, la TV e Internet. Cuando viajé a Nueva York por primera vez sentí como si ya la conociera, como si ya hubiera estado antes, pero aún así la amé. Esperaba que me sucediera lo mismo con la capital francesa. París está idealizada, vinculada a la ficción, romantizada, tiene todo un marketing atrás. Es un lugar, pero también un concepto, es sustantivo y su propio adjetivo: lo parisino está asociado a la belleza, el romance, la elegancia, pero en una ciudad de 12 millones de habitantes es lógico que haya ruido, contaminación, suciedad, embotellamientos, y demás problemas.
El «síndrome de París» en el mundo viajero se usa para referirse a la «decepción» que le produce la París real a quienes la visitan por primera vez. Es el producto del shock entre la imagen idealizada que formamos en nuestra cabeza y el encuentro con algo totalmente distinto. Sin embargo, es también un concepto psicológico del que padecen unas 12 personas al año, principalmente japoneses, y sobre el cual pueden leer en este breve artículo.
El opuesto podría ser el síndrome de Stendhal, llamado así por el autor francés que experimentó un fenómeno de palpitaciones, confusión y vértigo mientras contemplaba el arte de la ciudad italiana de Florencia. Más allá de ser una afección psicosomática, se volvió un término usado como la antítesis del «síndrome de París» para definir a la reacción romántica ante la acumulación de belleza. Y belleza en París sobra, aunque suene cliché decirlo.
Entonces ¿qué me pasó a mí con París?…
Estuve 5 días visitando la capital francesa con amigos. 4, técnicamente, porque un día lo usamos para visitar Disneyland París.
Desde el momento en que puse un pie en el aeropuerto Charles De Gaulle empecé a sentir a París como el monstruo que es. Es gigante, hay mucho ruido, mucha gente, mucho pasando al mismo tiempo. El metro que te lleva desde el aeropuerto hasta el centro no daba una impresión distinta tampoco. En poco tiempo me sentí agobiado, quizá por la falta de costumbre (Berlín realmente no se siente como una gran ciudad muchas veces). Al llegar a la Gare du Nord, bajar por una escalera mecánica que no funcionaba, asegurarme de llevar mi billetera bien guardada entre el frenesí de gente yendo y viniendo, los empujones, los sonidos invasivos, y la suciedad no ayudaron a dar una primera impresión agradable. Al salir de la estación, el escenario cambió un poco porque se veía beneficiado por la arquitectura de los edificios, la personalidad de las callecitas, y las vidrieras exponiendo moda y pastelería por igual, pero lejos está de lo idílico.
Nos sentamos a desayunar en una cafetería que tenía mesas en la vereda. Típico estilo parisino de sillas y mesas diminutas, en tonos beige y crema, amontonadas para maximizar la cantidad de clientes en el menor espacio posible. En la mesa de al lado, dos mujeres bebían vino mientras fumaban mirando a hacia la calle. La escena era digna de la París de Hollywood. No pasaron ni 10 minutos hasta que la fantasía parisina se vio frustrada por la persecución y posterior arresto, a metros de nuestra mesa, de un hombre que había robado una billetera. Realismo a pleno y sin transición, pero a mí la sonrisa de «estoy en París» no me la borraba nada.
Las calles parisinas tienen un innegable parecido con lo que conocía de Buenos Aires. El barrio porteño de Recoleta es, sin lugar a dudas, «la París de América». En distintos distritos es fácil encontrarse con viejos edificios que bien podrían ser una esquina porteña. A pesar de sentirse familiar en ese sentido, todo me impresionaba. París despertó esa capacidad de asombrarme con lo más tonto, pese a la sensación de déjà vu constante.
París está repleta de detalles. Es fotogénica. Se puede tomar fotos con los ojos cerrados y te garantizo que saldrán buenas. Pero eso era esperable. Claro que el factor real se interpone y una montaña de basura puede interponerse en tu toma. Pero no le daría tanta importancia a esto, ni mucho menos lo catalogaría como factor causante del síndrome de París. Porque para mí París no fue solo callecitas fotogénicas y elegantes. Fue emociones.
¿Qué emociones? Pregúntenle a mis amigos cómo me puse cuando vi la silueta lejana de la Torre Eiffel desde la terraza del Centre Pompidou. Era la primera vez que la veía. ¿Sabía de antemano cómo luce? Sí. ¿Venía viendo la torre Eiffel desde chico en la tele, internet y demás? También. ¿Entonces por qué estaba saltando de la emoción mientras la señalaba? Ni idea. No lo puedo explicar. París. Y ni te hablo de verla de noche. ¿Qué tendrá esa estructura de hierro que nos hace quererla tanto? Hay varios artículos en internet que hipotetizan sobre cómo la torre llegó a ser el sinónimo de elegancia que es hoy. Algunos lo adjudican a su geometría, otros a su rol en la cultura, pero ninguno parece dar una respuesta única. A la torre hay que verla en vivo y ver qué le pasa a uno estando a sus pies. Yo solo se que no puedo esperar a verla otra vez.
El deleite seguiría los días siguientes. Desde las obras del Museé d’Orsay y una Notre Dame en reparación (que aún así no pierde su encanto) hasta alejarse un poco de lo turístico para conocer un mercado gastronómico en el distrito XIII, todo tuvo un componente de asombroso pero también de conocido. Lo especial estaba también en lo simple: ver la rutina de la gente disfrutando un día soleado en los Jardines de Luxemburgo, tener que elegir entre cientos de tipos de panificados para desayunar, combinar líneas de metro (quizá de las partes más molestas de este viaje, porque me acostumbré al sistema de transporte berlinés muy rápido y ahora cualquier otro me parece agobiante 😁), y ni hablar de las parejas teniendo citas de vino y queso a la vera del Sena. Ocasionalmente, la escena de película romántica era interrumpida por el molesto sonido de las sirenas de policía, gente intentando timar turistas, o la triste imagen de personas sin techo pasando la noche en la calle que también se repite en cada gran ciudad. Bofetadas emocionales que te sacan del trance fantástico en el que París te mete con facilidad, para recordarte que París es una ciudad real.
Si bien es cierto que había bajado mis expectativas a la hora de viajar a París, lo que no pude evitar era tenerlas altas en cuanto a la comida. La capital de un país asociado a la más exquisita pastelería tiene que estar a la altura. ¿Son todos los lugares donde comer en París buenos? Seguramente no. ¿Se puede comer fuera sin gastar fortunas? Sí, aunque no sea la misión más sencilla. Lo que sí es imposible es no tentarse en París. Cada una cuadra hay alguna boulangerie que, con sus vidrieras pristinas, coloridas y azucaradas desvía tu atención hasta de la mismísima torre Eiffel. Ni siquiera hace falta estar en el barrio más elegante para encontrar un lugar lindo, con ambiente, chic, donde querer parar a tomarse un cafecito y probar los famosos macarrons, éclairs, e infinidad de elegantes pastelitos. Lo de París con la comida es un abuso que logra que uno se amigue con la gula.
La cereza del postre fue, definitivamente, Montmartre. Era uno de los rincones parisinos sobre los que mayor expectativa tenía, porque me era imposible no imaginar que sería uno de los rincones más lindos de la ciudad. Se trata de un barrio en una colina que asciende 130m y que es famoso por su basílica y artistas. Es casi como salir de la ciudad, pues se siente como un pueblo dentro de la metrópolis. Callecitas empedradas que escurren entre casas antiguas, el horizonte siempre coronado por alguna torre o por la cúpula de la Basílica del Sagrado Corazón, el aroma a café, manteca, y todo lo que es bello en el mundo, la música… todo fue lo que esperaba.
Durante la Edad Media fue una zona de conventos, que fueron destruidos tras la Revolución Francesa. Para mediados del siglo XIX empezaron a instalarse en la colina pintores, artesanos, compositores, toda clase de artistas. El ahora barrio parisino se convirtió en la cuna del impresionismo. Posteriormente se instalarían burdeles, cabarets, y el lugar se convertiría en el hogar de miles de personas que se verían desplazadas de París durante el proceso de conversión de la misma en «la ciudad más linda de Europa» impulsado por el Barón Haussmann. Quizá sea este personaje el primer responsable de que hoy hablemos del síndrome de París.
¿Qué no esperaba de París? Además de las sensaciones difíciles de adjetivar, la música. Toda esquina y puente parecía ser el lugar de algún artista. Es una ciudad sumamente musical, y no solo musicalizada por el acordeón, como uno esperaría. Cantantes, violinistas, guitarristas, pianistas, por doquier agregando valor a tu visita a su ciudad. París es una ciudad que se enorgullece de las artes en todas sus formas, y lo ha sido desde hace siglos. Quizá uno de los lugares que mejor evidencia ese legado y orgullo que los parisinos demuestran por las artes sea la Ópera Garnier. Otro lugar que parecía «familiar», pero que aún así me dejó con la mandíbula en el suelo. No puedo ni empezar a describirlo, ni lo haré porque este post está quedando muy largo ya.
¿Qué más puedo decirte sobre París? Si llegaste hasta acá, la conclusión es simple. Me encantó. Me emocionó. Me hizo sentir muy feliz afortunado de poder verla con mis propios ojos, aunque sea unos pocos días. En París uno no siente que está viendo una película. Uno se siente parte de ella. Aún así, no me dio nada cercano al síndrome de París. Al de Stendhal tampoco, pero te digo que casi. Lo que sí logré entender cómo esta ciudad puede afectar las mentes de esa manera, y me parece alucinante.
Quizá fue la emoción inigualable de estar en un lugar que siempre se sintió, de alguna manera, inalcanzable. Quizá la buena compañía, porque los viajes son también las personas. Podría pensar en mil factores que hubieran influenciado mi impresión de París, pero comprendí que es difícil resumirlos porque siempre pareciera encontrar alguno más. El mejor resumen ha de ser que a París es bueno ir sin altas expectativas y ver qué le pasa a uno ahí. A París y a cualquier lado, más si se trata de alguno de estos destinos míticos. Sin embargo, también se que es fácil decirlo y, en la práctica, hay veces que es imposible no «hacerse la cabeza» -como decimos en Argentina-. Ya comprobaría en Londres, unos meses luego, lo mal que puede hacer idealizar un lugar sin haberlo conocido. Pero esa es historia para otro post 😉
Ganas de volver me dieron desde que salí de la Gare du Nord. A París le dejé un pedacito de mí y la sonrisa, tatuada desde que llegué, me la traje de vuelta a Berlín.
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